Por Walter F. Carnota
Juez Federal de la Seguridad Social
En un fallo de resonante impacto institucional, la Corte Suprema de Justicia acaba de declarar la invalidez con raíz constitucional del recurso ordinario de apelación ante sus propios estrados (“Anadón, Tomás Salvador”, sentencia del 20 de agosto de 2015). Como toda Alta Corte en el mundo, la nuestra regula y calibra su agenda de trabajo.
Son muchas las líneas argumentales que convergen para darle textura y volumen al decisorio de marras. La Corte recuerda a la vieja ley 4055 del año 1902, exhuma su debate parlamentario y concluye que la más que centenaria legislación resulta inconducente para el siglo XXI, el siglo precisamente -Zagrebelsky dixit- de la justicia constitucional.
La manda legislativa habría quedado desactualizada, frente a los desafíos que la Corte tuvo que enfrentar desde 2004. Prolijamente, a manera de inventario, el Tribunal pasa revista a sus fallos más memorables, a sus acordadas más señeras y a sus políticas (de Estado, como gusta decir a su presidente) judiciales predilectas, desde los “amicus” hasta el Riachuelo. Es que ya en su esplendor, en diversos pronunciamientos como “Itzcovich” -de similar talante a la vía recursiva segregada en autos, aunque en materia previsional-, “Verbitsky”, “Barreto” y “Mendoza”, la Corte fue insinuando que era, de hecho, un Tribunal Constitucional(1). El recurso ordinario no cerraba dentro de este esquema, aparecía molesto y poco coherente con el resto de su obra. “Anadón” termina de completar así la saga, en las puertas de un fin de ciclo. Más antes o más después, mínimamente la Corte se completará con un integrante faltante, su quinto miembro. Otro juez llega al umbral de los 75 años en 2016. Es hora de puntualizar detenida y detalladamente, como lo hace aquí, su legado.
Para llegar a esa conclusión -ser Tribunal Constitucional- ambicionada por esta integración desde sus inicios mismos, la Corte echa mano a la vejez de la ley 4055 y decide jubilarla. Paradojas de la vida, rescata y casi la erige a nivel de una super-ley a la mucho más añeja ley 48, de la época de su instalación como cúpula judicial. El recurso extraordinario se aviene mejor con su marco general de competencias y triunfa en detrimento del vetusto recurso ordinario de apelación.
Aunque dirigiendo sus dardos en el contexto de la otra vía de acceso al Alto Tribunal, Osvaldo Gozaini habló recientemente de la “inconstitucionalidad por vetustez” (2). Sin cita -el Tribunal no menciona autores vivos, al menos en votos unánimes o mayoritarios-, la Corte usa el mismo orden mental para relegar a la ley 4055: el legislador de comienzos de la centuria anterior mal pudo prever la explosión de los derechos fundamentales, razona, o las tensiones que jalonan nuestro ajetreado federalismo hoy en día.
Reservar un recurso para un monto elevado para cuando sólo litiga el Estado resulta para la Corte inconstitucional por anacrónico. Se trataría de una situación privilegiada que hoy poco o nada se compatibiliza con la tutela judicial efectiva. Para ir hasta allí la Corte podría haberse contentado con razonar por medio del artículo 18 constitucional, con la defensa en juicio y con lo que el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos llama “igualdad de armas”. Todos los jugadores del proceso deben estar en paridad de condiciones y nadie debe esgrimir diferencias de posicionamiento estratégico. Empero, el Tribunal prefirió resaltar la ubicación temporal del recurso ordinario como una rémora del pasado. Después de 113 años, la tercera instancia puede ser considerada como una pieza de museo, pese a que fue ratificada a mediados del siglo XX.
Claro que en todo este análisis falta un convidado de piedra: el legislador. Mal que mal, el artículo 117 apodera al Congreso a fijar la jurisdicción apelada, “según las reglas y excepciones que prescriba el Congreso”. Ahora el Legislativo tendrá dos opciones: a) actuar como hizo con rapidez luego de que la Corte apostrofara al recurso ordinario previsto por el artículo 19 de la ley 24.463 y proceder a su derogación como lo actuó a través de la ley 26.025; b) dejarlo “on the books” para que un nuevo Congreso vea si insiste con él, o lo deroga acompañando a la nueva pauta jurisprudencial.
El constituyente revisor de 1994 no consagró en nuestra arquitectura institucional a la justicia constitucional concentrada. No instaló una Corte Constitucional pese a los múltiples ejemplos que ya en esa época le suministraba el derecho constitucional comparado (Colombia, Perú, Rusia) y prefirió conservar el sistema anterior. Hoy los desacoples quedan a la vista: se priorizó a los derechos humanos pero no se vigorizó a una estructura judicial decimonónica.
A través de esta importante sentencia (3), el Supremo Tribunal llega a la misma conclusión sin ley, marginada la existente por una amplísima declaración de inconstitucionalidad. Esta Corte coloreó al contralor constitucional con otras tonalidades y éste fue -tal vez- su brochazo final, su firma al píe del cuadro, su sello distintivo indeleble para el futuro. Para sus seguidores, habrá coronado la expansión de una jurisdicción favorable a los derechos. Para los más escépticos, habrá perseguido sin duda una finalidad noble, pero sin la participación del poder del Estado que debía hacerlo: el Congreso.
(1) V. CARNOTA, Walter F., “La nueva fisonomía del control de constitucionalidad argentino”, en Revista Iberoamericana de Derecho Procesal Constitucional número 6, México D.F., junio-diciembre de 2006, con especial referencia a “Itzcovich” y “Verbitsky”.
(2) V. GOZAINI, Osvaldo A., “Inconstitucionalidad por vetustez de la ley 48”, en GOZAINI, Osvaldo A. (Director), El Control de Constitucionalidad en la Democracia, Buenos Aires, 2015, p. 77 y ss.
(3) El juez Fayt no suscribe el pronunciamiento, que sólo contiene tres firmas.
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