En lo que sigue, presentaremos tres ideas que pretenden ordenar algunas de las discusiones existentes respecto de la función que les toca ocupar a los jueces en las democracias constitucionales cuando éstos deben ser los intérpretes autoritativos de los textos Constitucionales para, en base a ellos, decidir la validez de una ley o de un acto de gobierno de alcance general, como pueden ser los decretos de la Administración.
Por razones de brevedad explicativa, nos enfocaremos, centralmente, en la problemática correspondiente a la revisión judicial de las leyes y dejaremos de lado la actividad jurisdiccional tendiente a definir la legalidad o ilegalidad de los actos generales de la Administración. Sin embargo, muchas nociones que serán desarrolladas infra se presumen aplicables –con mayor razón inclusive en ciertas ocasiones- para este segundo tipo de casos relacionados con el juzgamiento de los actos de la Administración.
Las tres ideas, que se enmarcan dentro de la teoría de la interpretación constitucional, son las siguientes:
En primer lugar, sostendremos que, en los diseños institucionales en donde rige el control de constitucionalidad, la actuación judicial no es susceptible de ser tachada de antidemocrática cuando se ejerce el judicial review respecto de una medida gubernamental, sea ésta legislativa o de alcance administrativo. Según veremos, la decisión judicial en estos casos podrá ser calificada como inconveniente, incorrecta, injusta, ineficiente y, sobre todo, como contraria a Derecho, pero no como antidemocrática, aunque la decisión sea contraria a la validez de la norma sancionada por el Legislativo -o el Ejecutivo-.
En segundo lugar, sostendremos que lo que se requiere de los jueces es que sus decisiones no sean inconvenientes, incorrectas, injustas ni ineficientes, pero, sobre todo, que no sean contrarias a la Constitución. Esto puede parecer una afirmación circular. Sin embargo, más adelante la dotaremos de un sentido específico conforme al cual entendemos adquiere relevancia. Cabe agregar, desde ya, que este requisito es un ideal que sólo puede alcanzarse por aproximación y no de manera plena, según ya explicaremos.
En tercer lugar, advertiremos que, en el estado actual del desarrollo de la labor judicial en la República Argentina –y aparentemente también en el resto de las latitudes-, el modelo generalista y subsuntivo de justificación de las sentencias en base a reglas (no principios), conspira contra el logro de los objetivos mencionados en el párrafo precedente cuando nos ubicamos en contextos de debates de naturaleza constitucional. Intentaremos, paralelamente, esbozar los rudimentos de un modelo justificatorio alternativo que resulte más idóneo a los fines precitados.
I. La objeción democrática. Los jueces no son votados por la ciudadanía. No, al menos, de la manera directa en que los son los legisladores. El ingreso a la magistratura está restringido a un pequeñísimo sector social que reúne los requisitos de accesibilidad al cargo. El ejercicio de la magistratura no es periódico sino ad vitam, obstaculizándose así una renovación en los cargos que favorece la representatividad de las nuevas opiniones que se van sucediendo en el seno de la sociedad. Los jueces no son removidos por votación popular sino por otro tipo de mecanismos institucionales. Éstas y otras razones suelen ser ofrecidas como ataque a la legitimidad de la revisión judicial de leyes y actos de gobierno en general.
Por contrapartida, los actos del Legislativo gozarían de representatividad democrática debido tanto al mecanismo electivo de tales autoridades cuanto a la periodicidad de las mismas en sus cargos. Incluso en muchas concepciones de democracia calificables como no mayoritaristas (concepciones que no definen la democracia sobre la sola base de la voluntad mayoritaria), el judicial review se ve atacado por considerarse que los órganos legislativos reproducen de mejor modo que los judiciales los intereses y expectativas de todos los sectores de la comunidad, dado que en el seno del recinto legislativo encuentran mejor y más plural eco los sectores de la comunidad. Así, si bien en ocasiones el control de constitucionalidad puede no ser atacado como antidemocrático cuando el mismo se ejerce respecto de actos del Ejecutivo por no producirse allí un diálogo deliberativo fecundo, inevitablemente se dice que se torna antidemocrático cuando el mismo se ejerce en relación a las leyes.
Ahora bien, las objeciones de este tipo pueden resultar valiosas en la medida en que las mismas se dirijan a introducir modificaciones –o cambios radicales- en los diseños institucionales, característicos de las democracias constitucionales, que prevén control judicial de constitucionalidad. Pero carecen de valor para criticar la legitimidad de una decisión judicial en las organizaciones democráticas reales en las que impera el control judicial de constitucionalidad. Es decir, no aportan nada –hablando en términos normativos y no fácticos- a una teoría justificatoria vinculada a las prácticas jurídicas reales y concretas de ese tipo de organizaciones democráticas en donde impera el judicial review. Ocurre que no debe pasarse por alto –como suele hacerse con demasiada facilidad- que los legisladores no son constituyentes. No son elegidos para modificar las bases constitucionales del Estado. Salvo en la medida en que un legislador ordinario puede colaborar a tal modificación, conforme lo dispone la propia Constitución a ser modificada y no por fuera de la misma (p. ej., en la República Argentina, el art. 30 de la C.N.). Por tanto, la competencia legislativa siempre se encuentra supeditada a una -hipotética o real- superación del test de constitucionalidad de una ley en sede judicial. De hecho, cuanto menos en teoría, los legisladores debieran prever esta circunstancia a la hora de legislar y, por ello, se supone legislan de un modo en que pretenden que sus decisiones no sean invalidadas por el Poder Judicial. No hay sorpresa ni traición al electorado cuando se ejerce el control de constitucionalidad porque ese electorado -se supone- prevé que los jueces serán un canal de contención frente a cualquier desborde mayoritarista. Ésta es la lógica del sistema conforme al cual son electos y designados legisladores y jueces respectivamente. Cualquier otra construcción de lo que significa una actuación democrática de jueces a los que se les ha dado el poder de invalidar leyes contrarias a la Constitución será una construcción realizada de espaldas a la realidad del sistema en el que efectivamente se adquiere la calidad de juez y de legislador y sus correspondientes esferas autoritativas. Una construcción de ese tipo debe situarse por fuera de nuestras prácticas institucionales reales, por muy valiosa que pueda resultar como factor de modificación o de superación de las mismas.
No interesa a nuestro sistema si es en el ámbito judicial o en el legislativo en donde se dan las mejores condiciones epistémicas para decidir los casos con mayor justicia (o de algún modo que se entienda es más conveniente o preferible en algún sentido relevante). Lo que interesa es a quién hemos facultado para decidir cada cosa y, esto es importante, cuáles son los límites correspondientes de cada autoridad, sea ésta judicial o legislativa. Si algo define a los diseños democráticos reales es que interesa primordialmente quién ejerce la autoridad pública. Una minoría iluminada puede tener mucho para aportar al bien de la sociedad. Pero si la misma no es electa para ocupar funciones públicas, deberá conformarse con hacer ese aporte de modo no autoritativo. Del mismo modo, una mayoría legislativa no constituyente podría intentar modificaciones jurídicas estructurales inmensamente convenientes desde su punto de vista, a través del dictado de las leyes correspondientes. Pero si esas medidas no superan el test de constitucionalidad, su situación mayoritaria nada aportará a la discusión jurídica justificatoria que deben verter los jueces en sus sentencias. Lo que intentamos expresar es, en definitiva, que sólo concepciones externas a nuestros diseños jurídicos democráticos pueden objetar la actuación judicial por resultar ésta antidemocrática, en el sentido de carecer los jueces de representatividad popular. Si se quiere objetar la decisión judicial en casos de control de constitucionalidad deberán buscarse otro tipo de razones. Cabe aclarar que, como corolario de lo que hemos expresado, tampoco aportará nada a las argumentaciones justificatorias brindadas en los casos de revisión constitucional el argumento democratista de la mayoría legislativa pues -sin considerar las falencias de representatividad que pueden presentar los legisladores-, si este argumento poseyese algún valor estaríamos concediendo a los legisladores una autoridad superior –de tipo constituyente- que la que les ha otorgado el electorado.
Como inevitable consecuencia, tampoco será relevante para la justificación judicial las condiciones en que se ha dado el debate legislativo. El Poder Judicial sólo está en condiciones, por formación técnica, por -falta de- capacidad estructural y por competencia legal, de medir resultados, o sea, decisiones. No los procesos de formación de las decisiones legislativas: si la ley viola la Constitución, es inválida. Si no lo hace, es válida. De esto se trata la función judicial en este género de casos.
Si la ley es votada sin discusión alguna, sin conciencia de los legisladores de lo que se vota o teniendo en cuenta sólo intereses sectoriales, en definitiva, violando todo lo que autores como Ely o Nino consideran relevante para ejercer el control judicial de constitucionalidad, pero esa ley no agrede un derecho constitucional, ¿puede decirse sensatamente –en nuestro sistema jurídico real- que esa ley es inconstitucional? La respuesta negativa a esta simple pregunta muestra cuán ajena a la función judicial de control de constitucionalidad resulta la evaluación de los procesos de toma de decisión legislativa.
Llegados a este punto, sabemos lo que no cuenta como justificación. Vamos ahora a lo más complejo: a lo que sí cuenta.
II. La constitucionalidad de la revisión judicial.
Lo que acabamos de expresar en el punto anterior puede ser catalogado en algún sentido como una idea ingenua debido a su hípersimplicidad. Sin embargo, pretendemos remarcar algo que suela pasarse por alto con cierta frecuencia: los jueces no poseen autoridad para decidir cómo debe funcionar la sociedad en su conjunto respecto de aquello que, en todos los casos, puede ser considerado, desde alguna perspectiva de moralidad, como eficiente, conveniente, justo, etc. Mencionamos algunas de las razones de ello:
a. Aún si desde la moralidad crítica (y aceptando la posibilidad de una moralidad crítica) se llegase a la conclusión de que existe una teoría a nivel ético-normativo que resulta preferible a las otras en todos los casos posibles para resolver un mismo género de problemas (hipótesis que, por cierto, lejos está de cumplirse), como por ejemplo si se considerase que el utilitarismo standard es la mejor versión posible de moralidad, ello resultaría en buena medida irrelevante para la práctica judicial si la Constitución contiene normas (sean éstas principios o reglas) positivas que van en dirección diferente a los resultados a los que nos lleva dicha teoría de nivel ético-normativo. En este caso, los jueces deberían fallar conforme la Constitución y no conforme la teoría (admitimos, por supuesto, que en algún sentido debe rechazarse el escepticismo interpretativo de las normas constitucionales pues, de no ser así, las mismas podrían interpretarse según los postulados de cualquier teoría ética, lo que es lo mismo que decir de ninguna).
b. Dado que, en verdad, no existe el consenso del que hablábamos respecto de cuál teoría ética pueda resultar preferible a otra, los textos constitucionales operan como una suerte de salvavidas para un magistrado que se ve obligado a resolver planteos de inconstitucionalidad en los cuales, característicamente, debe apelarse a la ponderación entre principios constitucionales en pugna. Es decir, lo que mencionábamos respecto de que las sentencias deben respetar la Constitución adquiere sentido del modo siguiente: al juez le bastará mostrar un nivel aceptable de coherencia narrativa en su sentencia en torno a que su decisorio respeta los textos constitucionales para que su decisión se considere justificada. Esto no significa que al juez le baste citar un texto constitucional para fundar un decisorio ni, tampoco, que le esté vedado hacer referencia a alguna teoría de moralidad para sustentar su decisión. De lo que se trata es de que tanto por razones pragmáticas (necesidad de resolver los casos sometidos a su decisión sin que quede abierta la solución sine die) cuanto por razones conceptuales (en el estado actual del desarrollo filosófico, no hay una moralidad crítica consensuada sino, en todo caso, varios buenos candidatos a obtener ese cetro) se impone la fundamentación fuertemente asentada sobre la formulación del texto constitucional antes que sobre una teoría de tipo ético.
c. Suele perderse de vista cuando se habla de la justificación sentencial un hecho bastante elemental: el juez sólo controla la respuesta institucional de un caso individual. En un sistema de control de constitucionalidad difuso, no conoce a ciencia cierta cómo pueden reaccionar otros magistrados frente a casos análogos si los hubiera, ni cómo reaccionará el Legislativo frente a su decisión (puede dictar nuevas leyes sobre el mismo asunto con variaciones a aquélla que ha sido declarada inconstitucional, por ejemplo), no conoce cómo reaccionarán los propios justiciables ni otros ciudadanos potencial e indirectamente afectados por el decisorio, etc. Por tanto, si bien carece de razonabilidad pedir al magistrado que dé la espalda a las consecuencia de sus decisiones (fiat lex et pereat orbe), sobre todo si se trata de Cortes Supremas con decisorios de impacto cuasi general, tampoco parece razonable que un magistrado se aventure especulando acerca de la cadena causal futura que derivará de su decisión de una manera demasiado extensa. Para llevar a cabo tal actividad, el juez posee un claro déficit respecto de los órganos políticos en varios sentidos: tiene un déficit de legitimidad jurídica para dictar normas generales, tiene un déficit de legitimidad democrática para el dictado de normas generales (aunque algunas teorías nieguen este hecho, la realidad parece darles la espalda respecto de que en los Tribunales se presente de mejor modo esta discusión), tiene un déficit de medios institucionales (ministerios, direcciones, reparticiones, etc.) y materiales (incluida información global) para operar transformaciones sociales de manera directa y apreciar sus consecuencias globales. De este modo, lo que es dable esperar del Judicial cuando efectúa el control de constitucionalidad, conforme nuestra organización jurídica, no es que se ocupe de ejecutar las grandes transformaciones sociales (de eso se encargan los otros Poderes) sino que se ocupe de que esas grandes transformaciones se lleven a cabo sin afectar los derechos protegidos constitucionalmente o, lo que es lo mismo, controlar que el Legislativo actúe dentro de los límites de su autoridad (no es un Poder Constituyente, según hemos dicho). Para llevar a cabo esta tarea le basta efectuar una narración constitucional coherente respecto del caso que debe resolver, sin tener que avocarse a considerar, más allá de los elementos acreditados que le brinda la propia causa (por ejemplo, la manera en que una afectación del derecho de propiedad individual puede favorecer la salud pública de muchos otros), la manera en que su sentencia impactará en otros sectores de la sociedad o en la sociedad del futuro lejano.
No debemos perder de vista que estamos pensando en casos de control de constitucionalidad en los cuales, paradigmáticamente, se esgrime, como razón de la inconstitucionalidad, la violación de algún derecho fundamental. Es decir, no estamos en casos en los cuales se esté peticionando del Estado una acción positiva sino que estamos en casos en los cuales se requiere del Tribunal una medida protectoria. Teniendo en cuenta esta circunstancia, el texto constitucional, la manera concreta en que está redactado, suele ser una guía ineludible para arribar a una solución jurídicamente plausible. Así, no es lo mismo que el texto diga que el Estado favorecerá la creación de condiciones dignas de vida (p. ej. Vivienda) que se diga que se tiene un derecho a la propiedad. El texto mismo, sin perjuicio de que pueda obedecer a razones de moralidad crítica la manera en que está redactado, puede estar dando buena parte de la respuesta que es esperable obtener de un Tribunal. Por tanto, consideraciones como las de Sunstein (ver Linares) no resultan para nada ingenuas.
En este momento podría objetársenos que estamos avalando la utilización del texto constitucional por sobre otras interpretaciones posibles sobre la base de argumentos fundados en principios ajenos a él. De este modo, demostraríamos nosotros mismos la futilidad de los textos constitucionales. Sin embargo, lo que estamos haciendo es constatar que el texto constitucional suele favorecer ciertas soluciones en detrimento de otras (por muy plausibles que estas últimas puedan parecer desde alguna perspectiva moral) y que ello obedece a circunstancias jurídicas específicas de cada organización política. Lo que estamos sosteniendo es que el modo autoritativo específico en que se da la orden (el modo en que se escribe la Constitución) no es irrelevante para la corrección argumental de la sentencia en los casos de judicial review.
Esto nos lleva hacia nuestra tercer tesis: que no resulta posible, ni siquiera por hipótesis, formular las reglas para una interpretación constitucional aceptable si la misma no se encuentra correlacionada con las normas constitucionales, por un lado, y con el caso a resolver, por el otro, y que ello desnuda las insuficiencias que presenta modelo generalista y subsuntivo de justificación de las sentencias en base a reglas para este tipo de decisiones judiciales.
III. El modelo justificativo narrativo o acerca de la necesidad de la moral.
Ya que el modo en que están plasmados los derechos en los textos constitucionales, puede obedecer a teorías ético normativas específicas (o razonablemente explicado en función de ellas), se tornará necesario argumentar en clave de esa teoría ético normativa. Pero, en todo caso, cuál es la teoría aplicable no puede ser determinado ni independientemente del texto constitucional ni, lo que es tan importante como lo anterior, a priori de la argumentación en torno al caso específico. Ocurre que, en definitiva, en cada caso debemos ser capaces de detectar el principio que debe prevalecer según la mejor versión narrativa posible. No nos pronunciaremos aquí si éste es el mejor diseño institucional posible. Lo que decimos es que ello es una consecuencia de la manera en que está concebido nuestro sistema.
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