Me aventuro a sostener, sin miedo a equivocarme, que todos hemos oído hablar de algún fideicomiso que no terminó como se esperaba. Ya sea porque los plazos de la obra se extendieron considerablemente o porque en medio del proyecto se pidieron nuevos y cuantiosos aportes de capital que no estaban contemplados originalmente o porque luego de que canceláramos la mayoría de las cuotas se nos informó, inopinadamente, que el proyecto no iba a realizarse.
Sea cual fuera el escenario, los interrogantes que suelen aparecer en las consultas que nos realizan tras el fracaso de un fideicomiso inmobiliario, tienen que ver con dos cuestiones que suelen estar bien definidas. Por un lado, si lo que sucedió configura o no un delito y, por el otro, si la realización de una denuncia penal ofrece algún tipo de beneficio en el reclamo económico que vayamos a emprender. Si bien las respuestas a estos interrogantes van a depender del análisis que se haga sobre el caso concreto, igualmente se pueden ofrecer algunos parámetros que van a servir como guía para saber cuándo debemos recurrir a nuestro abogado de confianza.
Lo primero que debe entenderse es que no todo fideicomiso que fracasa encierra la comisión de un delito. Si bien hay casos que son muy claros, en donde el engaño y la intención de defraudar se aprecian con muchísima transparencia, hay otros en donde la ruina del emprendimiento responde más al riesgo propio de los negocios inmobiliarios que a la conducción malintencionada de algún sujeto inescrupuloso.
Con frecuencia viene a mi cabeza aquel fideicomiso, en donde el fiduciario no solo había vendido dos veces varios departamentos, sino que, además, había comercializado todas las unidades de los pisos séptimo, octavo y noveno, cuando el código de planeamiento urbano y la habilitación municipal solo le permitían construir hasta el sexto. Recuerdo que, en aquel entonces, la discusión se centraba más en cómo se iba a recuperar el dinero invertido que en cómo se iba a crucificar penalmente al artífice de tamaña maniobra criminal.
La realidad es que, cuando no nos encontramos en los extremos –de completa criminalidad o de absoluta inocencia– uno de los principales filtros para determinar si el fracaso de un fideicomiso se adentra en el terreno criminal tiene que ver con la intención de defraudar. Y, en este sentido, debe comprenderse que si el fiduciario no actuó con esa intención, por más de que su conducta haya generado cuantiosas pérdidas económicas para personas honestas y bienintencionadas, no va a poder sostenerse que estemos en presencia de un delito. Por supuesto que habrá, en todo caso, un considerable reclamo económico por delante, pero no una acción penal.
La intención de defraudar representa, a mi criterio, uno de los aspectos más importantes a la hora de determinar la procedencia de una acusación penal. Luego tendremos que evaluar si se encuentran presentes las demás características que vaya a demandar el delito que escojamos, pero el conocimiento de que se está cometiendo un fraude y la intención de cometerlo, parecerían representar el punto de partida de todo análisis posterior.
Por otra parte, en cuanto a las ventajas y desventajas que pudiera traer aparejada la realización de una denuncia o una querella criminal, debemos tener en cuenta que todo proceso penal representa un arma de doble filo, ya que si se obtiene un pronunciamiento favorable, ello facilitará el reclamo económico que estemos emprendiendo en el fuero correspondiente, pero si el resultado es desfavorable, es decir, si el imputado termina siendo sobreseído o absuelto, muy probablemente esa resolución vaya ser utilizada por nuestra contraparte en todos los demás fueros donde tengamos un litigio pendiente.
Además, siempre debe tenerse en cuenta que, en el marco de los procesos penales rige la garantía del in dubio pro reo –la cual establece que, en caso de duda, siempre deberá resolverse del modo que resulte más beneficioso para el imputado–, por lo que, antes de embarcarse en un proceso penal, donde las reglas del proceso benefician al imputado, se debe realizar un juicioso análisis para determinar las posibilidades de éxito futuro; siendo que, solo se aconsejará ese camino, cuando los elementos de prueba resulten suficientes para acreditar la materialidad de los hechos y éstos encuadren satisfactoriamente en uno de los tipos penales que ofrece el catálogo punitivo.
Los tipos penales aplicables y las lagunas de punibilidad:
Generalmente, los tres tipos penales que suelen sobrevolar los restos de un fideicomiso herido son: la defraudación fiduciaria, la administración fraudulenta y la estafa genérica. Y más allá de que todos estos delitos van a demandar, para su configuración, el engaño o el abuso de confianza y la intención de defraudar, lo cierto es que cada uno de ellos también va a requerir una serie de características que le son propias y sin las cuales el delito no se va a configurar. Esto genera, en la práctica, que un cierto número de casos no encuentre adecuación típica (es decir, que el hecho esté contemplado por una figura penal) y, en consecuencia, que no se pueda castigar penalmente a los responsables de la maniobra que se haya realizado.
Por ejemplo, en la defraudación fiduciaria vamos a necesitar que el autor del delito sea el mismo fiduciario –ya que se trata de un delito especial propio que solo puede ser cometido por el fiduciario– y que exista, entre otras cosas, un beneficio para sí o para un tercero. Por lo tanto, si quién comete el delito no es el fiduciario sino otra persona, supongamos, un desarrollador, o si no hubo un beneficio económico para sí o para un tercero sino que, simplemente, la maniobra se realizó con la intención de generar un daño, entonces no podremos aplicar esta figura y tendremos que seguir el análisis con los demás tipos penales disponibles.
Por su parte, la administración fraudulenta, que no demanda una característica especial del autor y que contempla taxativamente la posibilidad del daño, va a requerir para su configuración que el autor esté administrando un patrimonio ajeno, hecho que, en principio, dejaría afuera al titular fiduciario, quien, si bien no administra el patrimonio propio, tampoco, en honor a la verdad, administra el ajeno (recordemos que el patrimonio fideicomitido se encuentra en cabeza del titular fiduciario).
Y por último, en relación al delito de estafa –que, siendo el tronco desde donde se ramifican las demás defraudaciones específicas, va a ofrecerse como el último bastión de punibilidad frente a la falta de configuración de alguno de los delitos más específicos– vamos a encontrar que la intención de defraudar debe estar presente desde el primer momento, esto es, cuando se despliega el ardid que hacer caer en error a la víctima (voluntad viciada) y, de ese modo, se obtiene una disposición patrimonial, situación que no parece ocurrir en la defraudación fiduciaria y en la administración fraudulenta, ya que, en estos casos, la disposición patrimonial se realiza a través de un acto jurídico válido (no hay vicio en la voluntad) y la intención de defraudar nace en una segunda etapa.
Cuando analizamos todas estas situaciones, a la luz de las garantías constitucionales que prevalecen en el marco de los procesos penales, advertimos, con gran pasmo, que un cierto número de casos podría quedar directamente impune. Esto es así, porque en el ámbito del derecho penal existe un principio que se denomina de máxima taxatividad, según el cual, los jueces solo pueden castigar aquellas conductas que taxativamente estén contempladas en la ley penal, siendo que, si la ley no contempla determinada posibilidad, entonces, por estricta aplicación del principio de legalidad y su máxima “Nullum crimen nulla poena sine lege”, el hecho debería ser considerado atípico (es decir, que no encuadra en un tipo penal) y en consecuencia no correspondería que los responsables sean castigados penalmente. Estas son las famosas lagunas de punibilidad que deciden salir a la superficie cuando la técnica legislativa resulta ineficiente.
Si bien hemos avanzado muchísimo, en términos legislativos, para tener un tipo penal específico que castigue los fraudes que se cometen en el marco de un fideicomiso, aún queda mucho camino por recorrer para abarcar efectivamente el universo de casos posibles. Mientras tanto, y siempre que la conducta no quede abarcada por uno de estos –u otros– tipos penales, siempre quedará abierta la posibilidad de iniciar el correspondiente reclamo económico por los daños y perjuicios que se hayan generado.
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