Por Adrian Lerer
Cuando empecé a trabajar como abogado in-house, reinaba un concepto de los abogados que seguramente era compartido por los comerciales, administrativos e industriales de todo tipo de compañías (para simplificar, los denominaré de aquí en más los “comerciales”, para referirme a los que llevan adelante los negocios en las empresas).
Más allá de los típicos “chistes de abogados” que son un clásico inevitable cuando revelamos socialmente nuestra profesión- se consideraba a los abogados como:
- una máquina de impedir; siempre con el “no se puede” a flor de labios
- gente enfocada sólo a las formas y a los papeles, sin importarle el negocio
- un sector a evitar la mayor cantidad de veces posible, aún cuando se requiriera firmar algún contrato, o realizar alguna operación con determinadas salvedades
- un “agujero negro” donde los temas se paralizaban, atentando contra la dinámica de los negocios.
Recuerdo que en una fiesta de fin de año, en el momento en el que se daban los premios a las personas con mejor desempeño de toda la compañía, el CEO de la empresa -al leer que el próximo premiado era un colega del departamento legal- comentó ante las cientos de personas que estaban en la reunión esperando esos anuncios: “qué raro, un abogado elegido como empleado destacado”.
Algunos méritos los abogados de entonces tenían, en razón de ciertas formas del ejercicio profesional que venían de décadas atrás (obviamente existían las famosas “honrosas excepciones”):
Se trabajaba “puertas adentro”, no sólo de la empresa, sino de la oficina. Como en muchos directivos, también los no-abogados, la política de “puertas cerradas” campeaba. Había que concentrarse y el cartel tácito de “no molestar” colgaba de los picaportes.
Los abogados internos solían tomar también los asuntos litigiosos, por lo que las mañanas se dedicaban usualmente a “hacer Tribunales”, con la consiguiente menor presencia en las oficinas de las empresas.
La función básica de los abogados internos, en épocas además de transcripciones manuales de actas de asamblea y directorio, era la custodia y la “teneduría” de libros societarios. Yo llegué a encontrar, en 1997, libros transcriptos a mano aún cuando los borradores de las actas ya se hacían con procesadores de texto en las computadoras.
El manejo de los tiempos de respuesta no estaba muy definido, y el enfoque “pro negocios” no era una de las características salientes de los colegas.
Había secretarias que tipeaban lo que los abogados escribían de puño y letra en borrador para escritos, contratos, etc., con la obvia duplicación de tiempos y esfuerzos.
Reinaba cierta mentalidad burocrática que enseñaba, por ejemplo frases como “a preguntas orales, respuestas orales, a preguntas escritas, respuestas escritas”. A mí me pasaron el dicho como una de esas normas clave que se transmiten de generación en generación, casi una “receta de familia”.
Resultados de todo lo señalado: decisiones apresuradas, documentos firmados que generaban contingencias y pasivos indeseados para las empresas. Sentido de “ajenidad” de las decisiones por parte de los abogados internos, que tenían entonces tendencia al “sermoneo” ex post facto, que sólo separaba más la brecha entre ellos y los “comerciales”…
Por suerte, la capacidad de adaptación y supervivencia hizo que las actitudes, de ambos lados del mostrador, cambiara para bien, y se dejaran atrás esos prejuicios y pruritos. Pero no fue una tarea fácil, y necesitó -y necesita en el día a día- de una proactividad y visión colaborativa del negocio, y de “sentirse parte” del equipo directivo de la que hablaremos más adelante.
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