Al autor de estas líneas le comprenden las generales de la ley en tanto integrante de la comisión designada por el Senado de la Nación para elaborar el proyecto que menciona el título. Lo mismo que el resto de sus autores, está preparado para leer y escuchar críticas, constructivas o demoledoras, o también contribuciones y sugerencias, todas bienvenidas para el debate del que resulte un producto mejor. En cambio, no sirven a ese propósito los meros rótulos ni las etiquetas descalificadoras. Por ello, estas líneas pretenden demostrar la sinrazón de una contribución aparecida en la Newsletter del 11 de septiembre, que comienza con la reiteración de citas y datos, ya muchas veces usados, referidos a grandes empresas cotizantes de países centrales, y a los consabidos escándalos de corrupción, con los que también corona su llamado a la lucha contra el proyecto, pero que nada agregan al concreto debate normativo, ni justifican la que pretende ser la impactante afirmación de que se trata de un retroceso histórico. Lejos de usar en este lugar calificativos, ni de declarar amistades no comprobables con grandes juristas y maestros, vivos o lamentablemente fallecidos, me ceñiré a demostrar las falacias en que se apoya ese título.
En el siglo XVII las personas jurídicas, en especial las sociedades, nacían de un acto oneroso de concesión del Estado. El principio de especialidad y la limitación de la capacidad que les imponía el concedente, nacía de concebir el sometimiento de la actividad a la voluntad omnímoda del Estado y de que éste se reservaba la facultad de negociar con otros particulares otra onerosa concesión. El Código de Comercio francés sustituyó ese régimen por el de la autorización, y con el correr del siglo XIX apareció el sistema normativo, receptado en nuestra ley de 1972. La consecuencia conceptual fue el universal abandono de la doctrina del ultra vires y el reconocimiento de la capacidad plena de las sociedades, tornando al objeto en pauta de imputabilidad a la sociedad de los actos notoriamente ajenos a él, como lo dispone el Art. 58 de la LGS. En consecuencia: es el vigente Art. 141 del CCyC, si se lo leyera literalmente y fuera de contexto, el que constituye un retroceso de siglos. Por suerte, el Art. 150 del CCyC, al establecer el orden de prioridades en la aplicación de las normas, protege a las sociedades, que se rigen siempre por el criterio del ya citado Art. 58 LGS. Esta es una cuestión de derecho, que nada tiene que ver con las diversas patologías desde la que gustan argumentar algunos, para enfrentar las cuales nuestro ordenamiento cuenta con remedios más fuertes que la mayoría de los ordenamientos.
El hoy vigente Art. 6º de la LGS (texto según la ley 26.994, que puso en vigencia el CCyC) eliminó el control de legalidad de los Registros, que solo sigue vigente para las sociedades anónimas (Art. 167). El proyecto reinstala, para todos los tipos, la obligación de los Registros deverificar “1) los requisitos formales extrínsecos de los instrumentos constitutivos y modificatorios; 2) el cumplimiento de los contenidos exigidos por el artículo 11, los especiales del tipo y los exigidos a las sociedades constituidas en el extranjero; 3) las exigencias de integración y valuación de los aportes”.
Cuestión diferente es la supresión del control de legalidad en sede administrativa respecto de las sociedades anónimas, función que en varias Provincias está desdoblada respecto de la registral. Sobre esto hubo una opinión mayoritaria en favor de su supresión, excepto para las sociedades del Art. 299 de la LGS, y la disidencia del Dr. Guillermo Ragazzi en favor de su mantenimiento. Sin entrar aquí en esa discusión, es importante resaltar que, cualquiera fuera la decisión del legislador al respecto, ello no altera ni incide sobre el resto de las innovaciones del proyecto.
Ello es incluso así a la luz de la última parte del tercer párrafo proyectados para el Art. 1º LGS, cuando dice que “las normas reglamentarias que dicten los Registros Públicos y las autoridades de aplicación no podrán invalidar, restringir, ampliar o condicionar lo dispuesto en la ley ni las disposiciones válidamente adoptadas por las partes”: este agregado docente, que pareció necesario ante los notorios excesos incurridos por diversos organismos de la administración pública, no hace más que recordar los principios constitucionales relativos a la pirámide jurídica y a la división de poderes que impone que los actos de los particulares sean juzgados por la justicia y no por funcionarios administrativos. Calificar esto de retroceso histórico es igual a decir que el Estado de Derecho y la división de poderes son cosa del pasado.
El fenómeno del control societario es materia que hace al funcionamiento de los órganos sociales y a la perturbación que le provoca la presencia de un sujeto que utiliza la mecánica de formación de la voluntad para imponer la suya propia, formada fuera del ámbito orgánico. No es cualquier situación de poder de un sujeto sobre otro, que podrá interesar otros ámbitos del derecho, como la defensa de la competencia, la protección del consumidor o, en general, las relaciones contractuales. La idea del control por especiales vínculos data de la Italia fascista y, como lo ha resuelto la casación en otros países, trata de un fenómeno que no es societario, sino, en todo caso, contractual. Ni en Italia, ni en la Argentina, existen fallos publicados en los que se haya debido recurrir a esa noción para solucionar conflictos que, en definitiva, se resuelven sobre la base de las reglas y principios del derecho privado común. No hay retroceso alguno, sino justificada supresión de un elemento no societario.
Tampoco existe retroceso ni castración en lo que respecta a la inoponibilidad de la personalidad jurídica. Por supuesto que este valioso instrumento, sobre el que la reforma de 1983 introdujo en el derecho argentino la primera norma en todo el derecho comparado, es eso, un instrumento y jamás un principio general del derecho. Una afirmación así es desconocer qué es un principio. No me desdigo de nada de lo que escribí sobre el particular en el pasado; pero es la pretensión de convertir en regla lo que es una excepción, y viceversa, o sea el mal uso de la norma, además de dudas interpretativas, lo que justifica que se proponga una mejor redacción: (i) se puede aplicar cuando la sociedad sea utilizada para los fines reprobados por la ley, en cambio no por cualquier ilicitud o antijuridicidad en que caiga la sociedad; ciertamente como progreso, entre esos fines se agrega el de que la sociedad,“sin justificación en una genuina actividad productiva, constituya el obstáculo para acceder al ejercicio de los derechos”; (ii) se agrega a los socios entre los sujetos que pueden plantearla; (iii) no se requiere la prueba de intención fraudulenta o dañosa; (iii) se aclara que sólo producirá efectos respecto del caso concreto en que se declara y que la declaración lo es como accesorio al derecho sustancial que se pretende ejercer;esto implica que no tiene plazo propio de prescripción, y que puede plantearse en la clase de proceso que corresponda a la pretensión principal; (iv) se aclara el efecto de la declaración, que es extender o trasladar a quien corresponda la imputación de los bienes, los derechos, las obligaciones, el patrimonio o las relaciones jurídicas. Hay progreso, y no retroceso, entonces, salvo para el abogado que sienta haber perdido un arma de indebida presión.
Lo mismo responde a la defensa de la mayor e indiscriminada dureza del régimen de responsabilidad de administradores sociales. La reforma proyectada para todo este régimen responde a criterios de sentido común, que en muchos aspectos fueron tomados del Proyecto de 2005, elaborado por juristas de primer nivel, como don Jaime Anaya, Salvador Bergel y Raúl Etcheverry. Así la atribución individual de responsabilidad y la solidaridad sólo entre quienes son responsables, desterrando toda idea de una responsabilidad objetiva. Para fundar la afirmación de que se trata de un retroceso histórico, se llega al absurdo de criticar que el Art. 59 nonies reproduzca exactamente la última frase del Art. 275 de la LGS hoy vigente: la ineficacia de la extinción de responsabilidad en caso de liquidación coactiva o concursal. Y no de mejor calidad es la crítica respecto de la posibilidad de que también pueda extinguirse la responsabilidad por violación de la ley o del estatuto. Esta es una cuestión de sentido común: un administrador incurre en una falta a cualquier norma legal, o a cualquier disposición estatutaria (v.gr., no entrega información a un socio, o a la sociedad se le aplicó una multa, o declaró aprobada una resolución sin tener en cuenta una mayoría especial establecida). ¿Es de sentido común que no pueda el órgano de gobierno extinguir la responsabilidad, la cual, además, en el régimen vigente obligaría a removerlo del cargo? Quien escribe que “se busca eximir a los funcionarios corporativos infieles –por todos los medios posibles- de responsabilidad”, ciertamente presenta una falacia conceptual, lógica y de contenido, que no sirve para fundar la afirmación de un retroceso histórico.
También se afirma que habría una “incalificable diferencia de tratamiento entre las sociedades nacionales y aquellas constituidas en el extranjero”, porque a las primeras se les impone inscribirse y no así a las segundas. O quien esto escribe no leyó el proyecto o no quiso ver lo que dice. La propuesta, que responde casi literalmente al ya citado proyecto de Anaya, Bergel y Etcheverry y al coincidente y coetáneo proyecto de código o ley de derecho internacional privado, reemplaza el ambiguo e incompleto régimen vigente en cuanto a cuándo cesa el universal principio de hospitalidad de las sociedades extranjeras, por uno más preciso, que obliga a la inscripción cuando ella establece negocios en el país. La materia sólo puede ser debatida con análisis jurídicos, teniendo en cuenta el derecho comparado porque es materia internacional, y no con el uso de slogans y descalificaciones generales.
No pueden comentarse todas las reformas propuestas en este lugar. Pero vale la pena preguntar si constituyenun progreso o un retroceso (i) cuanto se reformó en materia de SRL, que tal vez, por fin, sea el cauce natural para las empresas pequeñas y medianas en lugar del mal uso de la sociedad anónima; o (ii) la puesta en valor de los dos primeros párrafos del Art. 54 en cuanto a responsabilidad de socios y controlantes; o (iii) establecer las condiciones bajo las cuales se puede aceptar la actuación de sociedades en un grupo; o (iv) reglar la impugnación de resoluciones del órgano de administración de todos los tipos; (v) permitir a las sociedades anónimas la emisión de acciones sectoriales; etc. etc.
Las respuestas las dará el buen criterio de quienes lean el proyecto con honestidad intelectual y sin preconceptos.
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