Estimo conveniente comenzar definiendo la mayor precisión posible qué es el Honorario. Tradicionalmente se lo define indistintamente como contraprestación, gaje, sueldo o estipendio que se paga por un trabajo o servicio. Personalmente, prefiero el concepto que habla de “retribución” por un servicio determinado.
La palabra honorario suele emplearse en plural ya que proviene del latín honorarius y se aplicaba para referir a la retribución que se concedía “con honores” y que generalmente aludía al pago de médicos, abogados y otras profesiones liberales a quienes por el honor de su profesión no correspondía que percibieran sueldo o salario. Ese origen ya distingue a este tipo de retribución de acuerdo a quien la recibe: alguien Honorable o que realiza una tarea Honorable, esto es: trascendente. Es esta una muy importante característica que distingue a dicha retribución de otras contraprestaciones, ya que si bien el trabajo per se dignifica a todo ser humano, para muchos trabajadores el salario o remuneración probablemente sea el fin último de su tarea. En cambio, para el abogado el honorario será una consecuencia legítima de su trabajo pero accesoria al servicio que presta que tiene un objetivo superior en cuanto excede a su persona: el alcance del bien común, la verdad, la justicia.
Por su parte, la ética profesional es el conjunto de reglas que determinan el comportamiento ejemplar que una sociedad espera del profesional, en un tiempo y lugar determinado.
Como vemos, tanto la ética como los honorarios profesionales están emparentados de raíz: el último lleva implícito el honor de la tarea del profesional que la realiza y la primera es el conjunto de normas que guían la conducta profesional que –como dice el Dr. Enrique del Carril: “… busca primordialmente el mejor ejercicio de la abogacía contribuyendo así al buen funcionamiento del sistema de Justicia como institución fundamental del Estado.”[1]
1.- ¿Se puede aplicar lo que no se conoce? Llamado de atención a la Academia
En el Derecho Positivo local están legislados tanto los honorarios profesionales, mediante v.g. la ley 27.423 de Aranceles y Honorarios de Abogados y Procuradores, como la ética profesional del abogado en v.g. la ley 23.187 de Ejercicio de la Abogacía y el Código de Ética del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal. Esto significa que el modo, quantum, participación, forma, oportunidad y demás circunstancias vinculadas a los honorarios de los abogados, no es algo absolutamente discrecional y arbitrario, desprovisto de reglas; por el contrario hay normas que en algunos casos sugerirán conductas y en otros pondrán límites que de ser vulnerados, ocasionarán al profesional las consecuencias que en ellas se establece.
Esto es así más allá de la justicia intrínseca de dichas reglas, de las críticas a los criterios que se adoptan en un lugar y tiempo determinados, del debate sobre la conveniencia o no de un sistema sobre otro. Lo que quiero decir es que la ética aplicada a los honorarios de los abogados no es algo difuso o incierto, no es una entelequia, en la medida que existen normas que disponen por ejemplo, que un abogado no puede participar sus honorarios a una persona que no tiene título habilitante para el ejercicio profesional. Esto lo prohíbe expresamente el art. 10 inc. d) de la ley 23.187.
Es cierto que podríamos debatir si es justo, conveniente o no, las razones que llevan a dicha prohibición, etc. Sin embargo lo que en este trabajo quiero llamar la atención es que lo que los abogados no podemos hacer es desconocer la existencia de la norma, porque además, su incumplimiento puede traer aparejado denuncias y sanciones en el Tribunal de Disciplina que la ley citada creó al efecto. ¿Cuántos estudiantes de abogacía, cuántos nóveles y también experimentados abogados, conocen estas normas? ¿Qué importancia le dan los abogados académicos y prácticos a la ética profesional?
Dejo la respuesta a mis colegas lectores pero sirva el siguiente ejemplo de comparación para aquellas reflexiones. En los Estados Unidos, v.g. en Nueva York, para poder ejercer la abogacía una vez que se ha obtenido el título de grado, el postulante debe rendir una serie de exámenes de la Barra de una altísima exigencia, que algunos califican como una “pesadilla”; entre las asignaturas a rendir una es Ética. De este modo la institución se asegura de que el abogado efectivamente tiene los conocimientos que su título indica, incluyendo los referidos al Código de Ética que lo va a regir. Pero aun así le falta un último paso. La Barra realiza una investigación sobre cada uno de los postulantes para determinar que sea una persona que no vaya a poner en riesgo el prestigio de la institución.
Parece innegable entonces la necesidad que se enseñen y se difundan las normas legales que tratan sobre distintos institutos como el de Honorarios profesionales y las normas éticas que indican las conductas esperables en el ejercicio profesional al respecto, como así también las sanciones en caso de incumplimiento. Ya en las Primeras Jornadas de Ética de la Abogacía organizadas por el Colegio Público de Abogados de la Capital Federal llevadas a cabo en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales (UBA) en septiembre de 1989, el Dr. Horacio M. Lynch [2] señalaba la preocupación por la falta de enseñanza de ética a los abogados, reflejada en v.g. la práctica del Tribunal de Disciplina del Colegio Público de Abogados. Allí señalaba el prestigioso jurista que “No es posible mejorar el nivel de la abogacía si no se da un especial énfasis a estas cuestiones.”
En materia de ética profesional se actúa por intuición, no por conocimiento de las normas siendo que esto último además permitiría el sano debate sobre su necesidad, justicia, aplicación, amplitud, etc.
En el tema propuesto, la ética y los honorarios, es interesante abordar una cuestión que ha sido, y recurrentemente lo es, materia de debate legislativo, doctrinario y jurisprudencial: el orden público en el arancel de honorarios.
A modo de prefacio, valga insistir en que la profesión de abogado tiene por objeto excelso el de colaborar en la administración de justicia. Los honorarios profesionales son entonces, legítimos pero accesorios y “…nunca pueden constituir decorosamente el móvil determinante de los actos profesionales.” [3]
2.- El orden público en el arancel de honorarios. ¿En contradicción con una norma de ética profesional?
El orden público es un instituto que generalmente da lugar a la discusión. Veamos brevemente la evolución legislativa.
La necesidad de una legislación arancelaria ha contado históricamente con adeptos y detractores. Entre los primeros, en 1924 en la Comisión Directiva del Colegio de Abogados, presidida por el Dr. Mario A. Rivarola, se abogó porque se brinde una "solución legislativa" al tema de los honorarios, que en ese momento era materia totalmente discrecional.[4]
Más tarde, en 1940 Parry fue partidario de la sanción de una ley en resguardo del interés social, la que permitiría tener cierta previsibilidad sobre el monto de los gastos que se devengarían en el juicio. Dicho autor puso énfasis en lo que denominó como uno de los principios éticos del abogado: el de "no convenir honorarios míseros", pues ello tiende a prostituir la dignidad de la profesión.[5]
Sin embargo, podemos asegurar que una vez dictada la ley arancelaria, la misma fue convalidada por la jurisprudencia, en tanto desterraba una suerte de anarquía que imperaba en nuestro medio judicial en cuanto a la retribución de servicios profesionales.[6]
Otras voces, en cambio, se han levantado en contra de una legislación en la materia. En tal sentido, se destaca por vehemente, la disidencia planteada por el diputado Aguiar en el Congreso Nacional en 1942 cuando sostuvo que la condición del abogado no es un oficio, sino un alto ministerio destinado a coadyuvar en la tarea de administrar justicia, y que si bien no puede predicarse que su trabajo no deba ser remunerado, "jamás el estipendio que por sus tareas se les abone, debe ser convertido en salario tarifado y de fijación automática en la ley, sino que debe mantenerse en la categoría de honorario, como corresponde a la jerarquía de las funciones que aquéllos desempeñan en el foro".[7]
A la misma altura se puede colocar a Ángel Ossorio al calificar al arancel como una "depresión del abogado", ya que un arancel es apropiado para una función mecánica como podría ser copiar un escrito, realizar un viaje a tantos kilómetros, levantar hileras de ladrillos, etc., pero no para discurrir los modos de defensa, buscar la paz o dirigir la guerra, ejercitar o renunciar los recursos que la ley establece, dar razonamientos convincentes, ingeniarse para que las pruebas den resultado, sacar consecuencias atinadas de los estados de hecho y de derecho, etc., que son cosas confiadas al talento, la experiencia, la buena redacción literaria y la elocuencia persuasiva, conceptos que nada tienen que ver con las dimensiones de la labor; de manera que cobrar "a tanto la línea o a tanto la hora, o a tanto el peso discutido" implica rebajar al abogado, equiparándolo con el delineante o con el albañil, y ello "es algo que fundamentalmente no tiene sentido"[8]
A esta altura ya podemos convenir que hoy el centro de la discusión no pasa ya por la necesidad o no de legislar en materia de honorarios cuyo beneficio para el interés general parecería estar comprobado, sino por su obligatoriedad, el orden público, o la supletoriedad. Así, otro criterio es el que fue bien expuesto por José Neira al decir: “… si bien no es imprescindible un sistema de orden público aplicable a la relación abogado-cliente, sí lo es, en cambio, en términos racionales, la existencia de un ordenamiento que complemente la legislación sobre costas y realmente sirva para que pague los gastos judiciales quien dio lugar al litigio y para que se sepa de antemano cuánto puede ser el costo de resultar perdedor en un juicio".[9]
De cara entonces al orden público arancelario vigente actualmente en la ley 27.42, un argumento que resulta también atendible es que el abogado no sufre las inhibiciones que pesan sobre otros trabajadores, el obrero o el empleado, pues es una persona especialmente preparada, capacitada para la defensa de derechos de terceros y obviamente de los propios, es como tal una persona libre en tal sentido y ejerce esa libertad aceptando o rechazando un asunto, por lo que imponer en esta materia el orden público no le aporta una protección necesaria, sino más bien conculca su libertad de contratar, de rango constitucional. Algunos van más allá aún y entienden, como Ponisio, que aquel atenta contra su dignidad, probidad y conciencia profesional.[10]
En esta línea de pensamiento se enrola Horacio Lynch quien al tiempo de la ley 24.432 consideró saludable la defensa de la libertad de contratación y con especial vehemencia sostuvo que "pedir el paraguas del orden público, demuestra inseguridad en los colegios para supervisar el ejercicio profesional", agregando que, "en verdad, el orden público no ha servido para impedir `remates de honorarios' y, por el contrario, ha facilitado consumar estafas contra los clientes. Falta aquí un sinceramiento de la abogacía (investigación mediante) tendiente a determinar si el orden público ha protegido a la profesión o la ha perjudicado por el descrédito que provoca", y dejando de lado el ingrediente que significan el ámbito recaudatorio de colegios, cajas, tasas de justicia.[11]
También hay quienes llaman la atención, como se ha hecho en otros tiempos cuando imperó el orden público en esta materia, que imponer un “piso” a los honorarios que debe percibir un abogado es una hipocresía ya que la norma ha sido y será violada cuando el cliente no esté dispuesto a pagar ese monto, ya sea por ejemplo porque el acuerdo comprender una gran derivación de asuntos y el volumen justificaría un honorario menor lo que beneficia a ambas partes.
Pero claro está que la corriente contraria a la que acabo de exponer, esto es, la que considera que debe imperar el orden público arancelario, es la que prevaleció y hoy nos rige. Tomo textualmente los argumentos que entiendo más importantes con los que sus promotores sostienen la posición. Así:
“… se busca dignificar la profesión de los abogados y los procuradores a través de disposiciones que:
- Limiten la discrecionalidad judicial para regular honorarios.
- Determinen mínimos arancelarios.
- Restablezcan la calidad de orden público para la ley que regule los honorarios y aranceles que perciban los profesionales del derecho.
- Aseguren a los matriculados la obtención de una recompensa justa y equitativa por el ejercicio de su labor profesional.”
Creo válido apuntar que alguna de estas premisas colocan claramente el interés del abogado por encima del de su cliente lo que está en manifiesta contradicción con el Código de Ética del propio Colegio Público de Abogados de la Capital Federal autor del Proyecto que se convirtió en la ley 27.423 de Honorarios Profesionales, que reinstala el orden público en la materia. El capítulo 6. Deberes fundamentales del abogado para con su cliente, artículo 19, inciso h), del dicho Código de Ética vigente, reza: “No anteponer su propio interés al de su cliente, ni solicitar o aceptar beneficios económicos de la otra parte o de su abogado.”
Tengo para mí que esta es la norma más importante de ese cuerpo legal, y que resulta un verdadero “faro” a la hora de dilucidar algunos dilemas éticos que se nos presentan en el ejercicio de nuestra profesión.
Espero que este discurrir invite a reflexionar sobre el recurrente tema del orden público en la ley de aranceles profesionales, y además sobre una asignatura siempre olvidada, la ética profesional, que paradójicamente sea de las más necesarias e importantes tanto en la carrera de abogacía como en su ejercicio, para que nuestra querida profesión vuelva a gozar del prestigio que tuvo en otro tiempo.
Citas
(*) Profesora de Ética profesional de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral
[1] La ética del abogado, de Enrique V. del Carril. Premio Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, publicado por AbeledoPerrot.
[2] Trabajo presentado por Horacio M. Lynch bajo el título “La enseñanza de la ética a los abogados”.
[3] Conf. “Reglas de Ética Profesional de la Abogacía del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires” art. 33.
[4] "El Colegio de Abogados y las regulaciones de honorarios", Archivo General de la Nación, citado en Pesaresi-Passarón, "Honorarios de profesionales", p. 73, nota 74.
[5] Parry, Adolfo E., "Ética de la abogacía", t. II, 1940, Editorial Jurídica Argentina, ps. 165 y 169, y nota 2, in fine.
[6] Cámara Fed. Mendoza, 4/8/1945, JA 1945-III-916, voto de la mayoría.
[7] DSD 1942-III-633.
[8] Ossorio, Ángel, "El abogado", t. II, 1956, Ediciones Jurídicas Europa- América, ps. 162 y 163.
[9] Neira, José C., "Honorarios y desregulación", II Jornadas de Estudio de la Ley de Aranceles, CPACF., 1997, ponencia n. 13.
[10] Ponisio, Mario V., "Sobre aranceles de abogados", LL 38-1108 a 1110.
[11] Lynch, "Los honorarios de los abogados (los fundamentos de un proyecto de reformas)", LL 1994-E-985 y 98
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