En las siguientes líneas compartiremos algunas reflexiones en torno a la (in)constitucionalidad del Impuesto a las Ganancias (el “IG”) y del Impuesto sobre los Bienes Personales (el “IBP”) a la luz de los límites al poder tributario del Estado Nacional que emergen del artículo 75 inciso 2°de la Constitución Nacional (la “CN”).
Recordamos que la norma citada constituye la clave de bóveda de la distribución del poder tributario –específicamente en lo que hace al establecimiento de impuestos– entre el Estado Nacional, por un lado, y las Provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por el otro.
Según surge del referido artículo 75 inciso 2° de la CN, corresponde al Congreso Nacional “Imponer contribuciones indirectas como facultad concurrente con las provincias. Imponer contribuciones directas, por tiempo determinado, proporcionalmente iguales en todo el territorio de la Nación, siempre que la defensa, seguridad común y bien general del Estado lo exijan”.
Asimismo, tras la reforma constitucional de 1994, la norma analizada agrega que “Las contribuciones previstas en este inciso, con excepción de la parte o el total de las que tengan asignación específica, son coparticipables”. En el léxico del constituyente originario de 1853, el término “contribuciones” es entendido como sinónimo de impuestos.
Por otro lado, en lo que hace a la distinción entre impuestos directos e indirectos, existe consenso en que (i) los impuestos directos son aquellos que gravan manifestaciones inmediatas de capacidad contributiva (renta y patrimonio) y que, por su naturaleza, no están concebidos para ser trasladados; y (ii) los impuestos indirectos aprehenden manifestaciones mediatas de capacidad contributiva (consumo) y que, por su esencia, están pensados para ser trasladados al consumidor, de modo tal que éste soporte la carga económica del tributo.
Siguiendo los lineamientos de dicha clasificación, no existen dudas respecto de que tanto el IG como el IBP constituyen impuestos directos. En efecto, el IG grava la renta (tanto de personas humanas y sucesiones indivisas como de personas jurídicas y otros entes) mientras que el IBP grava el patrimonio (de personas humanas y sucesiones indivisas).
Retomando las pautas emergentes del artículo 75 inciso 2° de la CN, tenemos entonces que el Estado Nacional, a través del Congreso, ejerce su poder tributario en lo que hace a la creación de impuestos del siguiente modo:
(i) puede establecer impuestos indirectos (al consumo) sin limitaciones, a la par que las Provincias (y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires). Esto implica que hay concurrencia plena entre ambos niveles de gobierno; y
(ii) puede establecer impuestos directos (a la renta y al patrimonio) solamente de modo excepcional, siempre que se verifiquen tres condiciones simultáneamente: (a) que el tiempo de vigencia sea determinado; (b) que sean proporcionalmente iguales en todo el territorio nacional; y (c) que razones de defensa, seguridad común y bien general del Estado lo exijan. Fuera de estos supuestos de excepción, es competencia exclusiva de las Provincias (y de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) el establecimiento de impuestos directos.
En caso de no verificarse alguna de dichas condiciones, el impuesto directo en cuestión será susceptible de ser tachado de inconstitucional, con las naturales consecuencias que ello implica.
Sin analizar aquí la existencia de razones de defensa, seguridad común y bien general del Estado, pondremos en cuestión el cumplimiento del requisito “tiempo determinado” del IG y del IBP. Como primer acercamiento repasaremos someramente la historia de ambos impuestos.
El IG nace en 1932 como un gravamen de emergencia denominado “Impuesto a los réditos” con el Decreto-Ley 11.586 (B.O. 02/07/1932), con vigencia hasta el 31/12/1934. Luego fue modificado por la Ley 11.682 (B.O. 12/01/1933) y por otras leyes posteriores, prorrogándose su vigencia en diferentes oportunidades hasta llegar a la Ley 20.628 (B.O. 31/12/1973). Esta última modificó el nombre del tributo por el actual IG (sin alterar su condición “de emergencia”, tal como surge del artículo 1°) y sentó las características principales que aún hoy mantiene el impuesto. Si bien la Ley 20.628 establecía la vigencia del IG hasta el 31/12/1983, ésta fue sucesivamente prorrogada: hasta el 31/12/1985 por la Ley 22.902 (B.O. 12/09/1983); hasta 31/12/1995 por la Ley 23.260 (B.O. 11/10/1985); hasta el 31/12/1997 por la Ley 24.621 (B.O. 09/01/1996); hasta el 31/03/2000 por la Ley 24.919 (B.O. 31/12/1997); hasta el 31/12/2001 por la Ley 25.239 (B.O. 31/12/1999); hasta el 31/12/2005 por la Ley 25.558 (B.O. 08/01/2002); hasta el 31/12/2009 por la Ley 26.072 (B.O. 10/01/2006); hasta el 31/12/2019 por la Ley 26.545 (B.O. 02/12/2009); y hasta el 31/12/2022, por el momento, por la Ley 27.432 (B.O. 29/12/2017).
Como es fácil observar, más allá del cambio de nombre, el IG se ha mantenido vigente de forma ininterrumpida durante 88 años, aunque ya hay certeza de que alcanzará, al menos, el nonagésimo aniversario. Y seguramente irá por más.
Por su parte, el IBP fue creado en 1991 mediante la Ley 23.966 (B.O. 20/08/1991), la cual lo estableció “…con carácter de emergencia por el término de nueve (9) períodos fiscales a partir del 31 de diciembre de 1991…”. Al igual que aconteció con el IG, el IBP también fue prorrogado en múltiples oportunidades: hasta el 31/12/2001 por la Ley 25.239 (B.O. 31/12/1999); hasta el 31/12/2005 por la Ley 25.560 (B.O. 08/01/2002); hasta el 31/12/2009 por la Ley 26.072 (B.O. 10/01/2006); hasta el 31/12/2019 por la Ley 26.545 (B.O. 02/12/2009); y hasta el 31/12/2022 por la Ley 27.432 (B.O. 29/12/2017).
Si bien más novel que el IG, el IBP ya ha alcanzado la mayoría de edad, contando actualmente con 19 años de vigencia ininterrumpida y con fecha cierta para su vigésimo primer aniversario en 2022.
Ante estas comprobaciones, emerge el interrogante de si es posible entender que el IG y el IBP han sido establecidos por “tiempo determinado” y, por lo tanto, satisfacen los recaudos que el artículo 75 inciso 2° de la CN impone.
No obstante el término “tiempo determinado” resulte, paradójicamente, indeterminado, lo cierto es que la esencia de dicha expresión exige que el impuesto tenga tanto una fecha de entrada en vigencia como una previsible e ineluctable fecha de finalización. Dicho de otro modo, dicho lapso podrá ser más o menos prolongado en el tiempo, pero necesariamente debe concluir en una fecha cierta y definitiva, sin posibilidad de que su vigencia sea prorrogada. El hecho de que un impuesto sea establecido por “tiempo determinado” exige ineludiblemente que exista un momento a partir del cual éste no existirá más. Y, naturalmente, este momento debe estar previsto desde su creación, sin que el artilugio de recurrir a su prórroga sine die permita eludir esta circunstancia. De lo contrario, los límites que la CN ha impuesto al Estado Nacional se convertirían, lisa y llanamente, en letra muerta.
Por otro lado, descartamos que el hecho de que el IG y el IBP sean coparticipables (el primero en los términos de la Ley 23.548 de Coparticipación Federal y el segundo a través de las pautas específicas previstas en el artículo 30 de la Ley 23.966) pueda convalidar el incumplimiento de los requisitos del artículo 75 inciso 2° de la CN. Una adecuada lectura de dicha norma necesariamente nos hace concluir que sólo los impuestos directos que se adecuen a las pautas allí esbozadas serán coparticipables. Esto implica que los impuestos directos que cree el Estado Nacional deberán tener indefectiblemente un plazo determinado y que, durante ese plazo, deberán ser coparticipados. La circunstancia de que los impuestos directos sean coparticipados sin tener un plazo determinado de vigencia (lo que sucede cuando los plazos originales son prorrogados indefinidamente) no purga el vicio constitucional.
En definitiva, más allá de los méritos del IG y del IBP, cuestiones sobre las que no hemos ahondado en esta oportunidad, creemos que, dado el diseño constitucional vigente y los límites al poder tributario del Estado Nacional que surgen del artículo 75 inciso 2° de la CN, dichos tributos no satisfacen en la praxis el estándar constitucional de “tiempo determinado”, circunstancia que determina su inconstitucionalidad.
Estamos ante una más de las tantas inconstitucionalidades que existen en nuestro ordenamiento jurídico y que, aún con sus trascendentes implicancias prácticas e institucionales, hemos naturalizado, invisibilizándola. Nos preguntamos si en alguna oportunidad la cuestión será así declarada por el Poder Judicial.
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