Artículos
Martes 11 de Marzo de 2008
Sobre la Posibilidad del Matrimonio entre Homosexuales
Por Diego H. Goldman
Días atrás dos mujeres homosexuales concurrieron al Registro Civil a efectos de solicitar un turno para casarse. Las solicitantes eran dos activistas de los derechos de los homosexuales que, a sabiendas de que el pedido sería rechazado, llevaron a cabo el trámite como paso previo a una estrategia judicial destinada a obtener la declaración de inconstitucionalidad de las normas que impiden el casamiento entre personas de un mismo sexo, con el apoyo de la oficina gubernamental de lucha contra la discriminación.
El hecho fue reflejado por los principales diarios, y puso nuevamente en el tapete el tema del matrimonio entre homosexuales, disparando el debate respecto de si el mismo debe o no ser admitido.
En primer lugar, voy a hacer una afirmación que quizá suene un tanto sorprendente: en mi humilde opinión, la legislación argentina no prohíbe el casamiento entre personas de un mismo sexo.
Quizá Ud. se pregunte cómo es esto de que hoy por hoy el matrimonio entre homosexuales es legalmente viable en nuestro país. Probablemente haya oído a juristas, magistrados y especialistas de todo tipo sostener lo contrario.
Pues bien, en primer lugar, cabe recordar que los únicos impedimentos para la celebración del matrimonio son los establecidos en el art. 166 del Código Civil, el cual hace referencia a la existencia de parentesco entre los contrayentes, la minoría de edad, la subsistencia de un matrimonio anterior, etc., pero nada dice respecto al sexo de los cónyuges, excepto por el hecho de que establece diferentes edades mínimas según se trate de hombre o mujer.
Ciertamente dicha disposición no puede ser interpretada como un impedimento para que personas de un mismo sexo contraigan matrimonio, puesto que se limita a diferenciar la edad mínima para contraer nupcias según el sexo de los futuros cónyuges. Pero nada dice respecto de que los esposos deban ser de distinto sexo.
En realidad no llama la atención la omisión de incluir la identidad de sexo entre los impedimentos para celebrar el matrimonio, no porque al sancionarse el Código Civil la homosexualidad fuera aceptada, sino precisamente porque se trataba de algo tan repudiado y vergonzante, que a nadie en esa época se le hubiera siquiera ocurrido la posibilidad de que dos personas de un mismo sexo pretendan casarse.
La norma en que usualmente se funda el requisito de que los futuros esposos sean de distinto sexo es el art. 172 del Código Civil, según el cual “…es indispensable para la existencia del matrimonio el pleno y libre consentimiento expresado personalmente por hombre y mujer ante la autoridad competente para celebrarlo…”.
La expresión “hombre y mujer” ha sido hasta ahora pacíficamente entendida en el sentido de que los contrayentes deben ser de distinto sexo y prestar personalmente su consentimiento. A decir verdad, no discuto que ese sea el sentido original que el codificador quiso dar a la expresión, pero tampoco es la única interpretación posible.
En este sentido, ¿qué impide considerar que cuando el Código habla de que “hombre y mujer” deben consentir personalmente la celebración del matrimonio, se refiere a que tanto individuos femeninos como masculinos deben estar presentes al momento de dar su consentimiento, en lugar de interpretar que el acto debe ser celebrado en presencia de “un” hombre y “una” mujer? La cláusula puede perfectamente reinterpretarse en el sentido de que “tanto hombres como mujeres deben prestar su consentimiento personalmente”. Tal interpretación incluso pasaría inadvertida en tiempos en que suele decirse que “hombres y mujeres” tendrán derecho a tal o cual cosa, en lugar de usar el genérico “hombre” abarcando a ambos sexos, en el deseo de evitar acusaciones sobre discriminación entre géneros.
Después de todo, no sería la primera vez que se cambia la interpretación histórica de una disposición legal, para adaptarla a las nuevas necesidades sociales.
Hoy por hoy, no sólo la homosexualidad ha dejado de ser socialmente condenada, salvo lamentables excepciones, sino que existen normas jerárquicamente superiores al Código Civil que obligan a dotar a todos los seres humanos de idénticos derechos, sin hacer distinciones según su condición sexual.
Más allá del principio de igualdad ante la ley históricamente consagrado en el art. 16 de la Constitución Nacional, existen normas internacionales que son obligatorias para la Nación Argentina y que invitan a reformular la interpretación del art. 172 del Código Civil.
La Declaración Americana de los Deberes y Derechos del Hombre, por ejemplo, consagra en su art. VI que “…toda persona tiene derecho a constituir familia…”, derecho que entiendo se tornaría ilusorio para los homosexuales bajo el modo en que actualmente se interpreta la legislación civil mencionada.
El artículo 16 de la Declaración Universal de Derechos humanos reconoce similares derechos, al establecer que “…los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia…”. Obsérvese que el derecho al matrimonio estará guiado por el principio de no discriminación, y en ningún lugar de la Declaración se hace mención a que la diversidad de sexos sea requisito indispensable del matrimonio. Muy similar es la solución adoptada por el art. 17 del Pacto de San José de Costa Rica, según el cual “…se reconoce el derecho del hombre y la mujer a contraer matrimonio y a fundar una familia si tienen la edad y las condiciones requeridas para ello por las leyes internas, en la medida que éstas no afecten al principio de no discriminación establecido en esta Convención…” (la negrita es mía).
Y ya que hablamos de no discriminación, no viene mal recordar que, entre otros Tratados Internacionales, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establece claramente en su art. 2º que los Estados parte no deberán efectuar “…distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social…” en la aplicación de los derechos allí consagrados, entre los cuales, de más está decirlo, está el derecho a contraer matrimonio y formar una familia.
Como puede observarse, distintos instrumentos internacionales con jerarquía constitucional establecen el derecho de todo habitante de la Argentina de contraer matrimonio y formar una familia, y a juzgar por el criterio de no discriminación, la expresión “toda persona” no puede limitarse sólo a “toda persona heterosexual”.
Creo que forzar un poco el sentido de la conjunción “y” enquistada entre “hombre” y (valga la redundancia) “mujer” en el art. 172 del Código Civil no es un precio demasiado alto si de lo que se trata es de conciliar la legislación sobre matrimonio con principios de jerarquía constitucional como el derecho a formar una familia y la no discriminación, que además pueden generar responsabilidad internacional para el Estado argentino.
La igualdad de todos los hombres y mujeres ante la ley, cualquiera sea su preferencia sexual, bien vale una modesta letra “y”.
De modo que, si se acepta mi argumentación, no existen grandes óbices en la legislación vigente para el reconocimiento del derecho de los homosexuales a contraer matrimonio.
En el fondo, creo que la resistencia a aceptar esta nueva realidad parte de dotar al matrimonio de una connotación religiosa que no tiene por qué necesariamente tener.
Tal como está planteado en nuestra legislación civil, el matrimonio no es otra cosa que un contrato mediante el cual dos personas adultas deciden hacer una vida en común y reglar sus derechos y obligaciones, tanto de contenido patrimonial como extramatrimonial.
¿Qué pasaría si dos personas del mismo sexo decidieran celebrar un contrato ante un escribano público por el cual se comprometen a habitar un mismo hogar, formar un patrimonio común, deberse fidelidad y heredarse recíprocamente, dándole un nombre que no sea “matrimonio” sino cualquier otra cosa?
¿No son acaso dos personas adultas libres de elegir qué hacer de sus vidas y contratar libremente? ¿Con qué motivo el Estado debería impedirles llevar a cabo tal ejercicio de libertad?
El problema no es otro que dotar a la palabra “matrimonio” de connotaciones religiosas y morales que la fría letra de la ley no tiene, ni tiene por qué tener.
Entiendo que para muchas personas creyentes, el matrimonio tiene un sentido profundamente religioso y es quizá el máximo sacramento. Pues bien, aquellos que entienden necesario sellar su unión ante Dios bajo las reglas del catolicismo, el judaísmo, el islamismo o cualquier otra religión que considere inaceptable el matrimonio entre personas del mismo sexo, son libres de hacerlo. Nadie propone que renuncien a su fe o traicionen sus convicciones.
Pero esas personas deben entender que no pueden obligar a los demás a compartir sus creencias, y que no pueden impedir que personas libres y adultas que entienden el amor de otra manera otorguen a su relación ciertos efectos legales que a nadie más que a ellos atañen.
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